Escribo.
Yo sé que Micaela tuvo
la intención de avisarme,
ese día tuvo la intención.
Lo sé. Estaba observándome
desde el pasillo. No hizo ningún
movimiento, ella comprendía
que los domingos para mí
eran fatales. La noche anterior,
como tantas veces (en esa costumbre
de imitar a los mayores), había
terminado con el resto que quedaba
en el fondo de los vasos y de
las botellas, fumado las colillas
de los cigarrillos que se apilaban
sobre el cenicero del living,
y esperado, en una extraña
ceremonia donde el aburrimiento
era el centro, a que los mayores
se fueran a dormir. Ellos no
querían darse cuenta
de que yo crecía. Ellos
decían: demasiado joven,
todavía una púber,
una nena. De mí lo decían.
Tal vez porque todavía
no perfilaba un cuerpo que pudiera
enfrentar al mundo con sus curvas
demandantes. Era un cuerpo chato,
endeble, era una ráfaga
de viento que se quebraba al
doblar cualquier esquina.
Ambas
habíamos oído
lo mismo: un quejido y luego,
un eco sordo y seco, como el
de un pedazo de mampostería
cayendo sobre el pavimento.
Sabíamos que la indicada
para salir a investigar lo que
había sucedido no era
otra más que yo. Micaela
estaba vieja y sus huesos la
tenían a mal traer, por
lo que le perdonaba sus achaques
y esa lentitud exasperante.
No pude dejar de imaginar toda
la escena. También los
vecinos habían oído
lo mismo que nosotras: el ascensor
subía y bajaba, las puertas,
abriéndose y cerrándose,
hacían un ruido que rebotaba
aún más en mi
desorden interior, sobre todo
para quien había dormido
poco. (Los mayores atribuían,
mi mal dormir, a ser exageradamente
afecta a las películas
de terror). Tuve temor ese día,
de que si no me presentaba rápidamente
junto a todos los demás,
me mirarían con malos
ojos, como si sus ojos fueran
un castigo del que tuviera que
hacerme cargo. A mí no
me hacía bien sentir
la mirada reprobatoria de los
otros. Me vejaba, me daba vergüenza,
me daba la impresión
que tenía encima un olor
desagradable, como esos olores
a podrido que hace que una se
vea obligada a taparse la nariz,
(en realidad era éste
un sentimiento que se repetía
una y otra vez). De todas formas,
por un reflejo condicionado,
que en ese entonces, debido
a la edad no reconocí,
negué la situación.
Esa mañana me di vuelta
contra la pared, me tapé
con la manta hasta cubrirme
totalmente, como si así,
de ese modo, pudiera abstraerme
de lo que pasaba en la vereda,
y escaparme de una vida donde
la infancia había estado
casi ausente, ya no sólo
me había olvidado cómo
decir, sino cómo describir
el dolor que me punzaba como
como si tuviera clavado un estilete.
Mi deber
era ponerme en pie, aunque me
costara esfuerzo, debía
ir a cualquier lado, moverme.
De algún modo debía
encontrar el valor que me faltaba,
que me sirviese para enfrentar
el miedo, aunque me costara,
aunque fuera una obligación,
debía hacerlo. El esfuerzo
me ubicaría en algún
parte, me sacaría de
allí, no quería
sin embargo, no deseaba verme
envuelta en el melodrama que
se estaba construyendo. Allí.
Abajo: La mampostería,
el ruido, aquello que se estaba
construyendo lejos de mí.
Yo también sufría
de resaca, como los grandes,
me dolía la cabeza. Me
daba vueltas más allá
de mi voluntad. Había
losas debajo de esas sábanas
que todavía guardaban
un cierto olor a mí,
pedazos de mí; huesos,
cartílagos, dolor. Intenté
reacomodarme. Recuerdo que dije:
“¿Estaré soñando?”.
¿Qué significaba?
Nada significaba. Como tampoco
el modo que tuve de observar
el tiempo, desde un ángulo
diferente, grave, distinto,
como si el hecho de ir pariendo
horas, hubiese sido un modo
perverso -única forma
de parirme- o tal vez aberrante
y devastador, eso de ir pariendo
las horas como un hecho irreversible
que me volvía a dejar
otra vez allí, con los
párpados entornados,
mientras lo que yo hubiese deseado,
era mirar al tiempo desde un
ángulo diferente, grave,
pero a la vez distinto.
Recuerdo
que Micaela se había
marchado, mejor, no quería
tener su mirada escarbando mis
penumbras. Oí que caminaba
hacia la puerta, aunque podría
haber marchado hacía
cualquier otro lugar, cada lugar
me resultaba indiferente, total
y absolutamente indiferente,
(a pesar de ser todavía
una aprendiz de adolescente,
sentía que acarreaba
años, sin que tuvieran
fundamento alguno y además,
contra mi voluntad). Estaba
viviendo mi propio infierno.
Para mí, la culpa y la
conmiseración, con el
tiempo, se transformaron en
un sello característico.
Basta, me dije, la memoria me
lastima con su autocomplacencia.
Pensé
que la realidad era un estallido
enfrentando el hueco de los
ojos. Ésos ya vacíos
de todo abismo, donde el perfil
de las formas se había
diluido y ya no tenía
de donde aferrarme sin temor
a trastabillar y caer, inevitablemente,
al mismo lugar desde donde había
tratado de escapar. Entonces
para qué prestarme a
esa situación, me dije,
total, con cerrar los ojos.
Pero, no pude. Nada podría
silenciar la estridencia que
provocaba la ambulancia, apenas
cuatro pisos más abajo.
Yo sabía bien lo que
pasaba, vaya si lo sabía.
Ella estaba desquiciada, no
quería vivir más,
todos lo sabíamos, todos
hubiesen querido ayudarla, eran
muchos los años de recorrer
los pasillos, los timbres equivocados
en la mitad de la noche. Yo
sabía que se había
hecho amar con su cara de ángel
desheredado, con esos ojos transparentes
como dos estrellas perdidas,
no, no; lunas, dos fases de
la misma luna. Así. Mejor.
Siempre observando la nada,
esperando, vaya a saber qué.
Yo supe que ellos quisieron
sostenerla, los vecinos quisieron,
algunos, en esos días
donde apenas podía subir
los cuatro escalones de la entrada.
Yo estaba aprendiendo a beber
como ella; ella sentía
como yo, ¿o era yo? Ya
no sé. Dibujaba paletas
de colores con esas minúsculas
tabletas; pequeños cilindros,
coloreados y sutiles, cuyo contenido
ingería a manos llenas,
hasta dañar ese pequeño
cuerpo de ángel. Era
un ángel que no podía
subir los cuatro escalones de
la entrada: le provocaban la
caída, quebrándole
las alas en una forma estrepitosa.
Todos sabíamos lo que
había sucedido. Ese día.
Domingo, nueve de la mañana.
Escribo,
aún escribo. Conté
minutos ¿Qué significaban
los minutos?, una suma de absurdos
que ya no tenía ningún
ánimo de calcular. No
quería pensar, no deseaba
hacerme cargo, no quería
sumar ni restar, no quería
nada, nada más. Para
qué. Carecía de
la mínima voluntad que
se necesitaba para sobrevivir.
Irreversible,
la suerte cuando estaba echada,
era así, irreversible,
cara o ceca, verdad o mentira.
La misma moneda. Igual. Abajo.
Allí. Esas puertas, cerrándose
y abriéndose en movimientos
desacompasados, sin que nadie
supiera bien adónde ir.
Yo comprendí que si lo
intentaba; eso de bajar los
escalones, no podría
ya volver a cerrar los ojos,
ya no, ya no iba a ser posible,
lo supe desde que oí
el ruido, o no lo oí,
o tal vez me lo pareció,
daba lo mismo, porque yo supe
cuál era la cara del
centavo que había quedado
boca arriba, y supe, además,
muy a pesar de mí, que
estos huesos anudados de cualquier
manera sobre mi cama, estarían
pronto enfrentando a los vecinos,
bufones de una corte en decadencia,
de la cual yo sería un
testigo más. Estaría
junto a aquellos que cuanto
más aspavientos, más
sentido le daban a sus extraños
artilugios. Tuve un pensamiento
errático sobre eso de
los bufones de un reino con
huesos anudados de cualquier
manera: Sobreviven calaveras
con risas congeladas. Eso. Cualquiera
que me oyese pensaría,
con toda razón lo razonaría,
que no sólo me estaba
volviendo loca, sino, idiota,
porque se me había despertado
una estupidez tan palpable que
ya no me restaba ni la esperanza
de pasar inadvertida.
Recuerdo
bien que me dije, que si me
levantaba, al menos podría
participar, después de
todo, el arte no era más
que la creación de simulacros
y de ese modo, podría
convertirme en protagonista
de un papel secundario, o, en
asistente (ya no más
en esa niña amorfa que
se despreciaba frente a su retrato),
o convertirme, por qué
no, en un extra de esos que
llenan las veredas cuando no
se tiene otra cosa que hacer,
o mejor, podría convertirme
en una intérprete. No
era poco. Eso. Intérprete
de mí misma. Me daba
cuenta de que estas vueltas
dentro de mi cabeza, no eran
otra cosa más que la
de tratar de evitar esa realidad.
Se evade todo lo que daña.
Es tan simple. Sabía
que nadie ni nada me liberaría
del sufrimiento, nadie podría
hacerme comprender el sentido
de las cosas. Algunas cosas.
Las absurdas. Esas. La existencia
no era para mí, más
que una falacia, una idea que
no fue llevada correctamente
a cabo, empeoraba cuanto más
lejos se estaba de su origen,
de lo primigenio, de la matriz,
de la gestación, de todo
eso y más todavía,
aunque yo no tuviera la capacidad
de razonarlo con las palabras
adecuadas. ¿Gestar? Suena
como un crimen. A esta altura,
cuando todos nos encaminamos
hacia el abismo, ¿qué
sentido tendría? Yo escribo:
para trascender en el otro,
para cargarle sus propios desaciertos,
sus propias frustraciones, sus
propios miedos, sus siglos de
errores. Algo así como
un mandato, una ley a la que
el mundo se somete sin pedir
perdón ni ofrecer ninguna
condolencia. Es como una culpa
que deber cargarse sobre la
espalda. Y yo todavía
estaba allí, allí,
sin poder expiarla ni poder
dormir.
Ahora,(como
si el tiempo no se hubiese apiadado
y sumara más años
todavía de los que puedo
soportar), me es fácil
reconocer las vibraciones. Las
que golpean los tímpanos
con su queja. Desde aquí,
desde estas hojas que nunca
finalizan, las que parecen un
largo cuento discontinuo, sigo
describiendo, describo lo que
oí, o lo que aún
oigo. Siempre oigo. Lo que quiero
y lo que no. Ese ronroneo de
voces entrecortadas, murmullos,
enjambre de sonidos sin que
pueda distinguir una palabra,
un verbo que manifieste verdad
o certidumbre, un párrafo
que suene verosímil,
que de alguna manera exprese
alguna cosa, una sola. Imaginé
que alguien, abajo, pudiera
estar deshojando margaritas.
Me quiere. Mucho. Poquito.
¿De
qué tema podrían
estar zumbando las abejas en
la planta baja? De qué
Fulana bajó primero.
De qué Mengano llamó
a la policía. De qué
la del cuarto todavía
no se dignó a bajar.
Voces que se sumarían
a la de centenares, quiénes,
a esa altura, antes de pasar
por su casa de campo, o de colocar
un trozo de carne sobre las
brasas, pensarían, que
lo mejor sería darse
una vuelta por mi vereda, donde
un centenar de voces dejaban
sin nombrar a quién en
verdad había bajado primero
y que ya era sombra bajo esas
frías pupilas dilatadas.
No siempre había espectáculos
gratuitos, dije, creo, o dije
algo semejante, no me acuerdo.
Sí dije: No me importa
lo que digan. Debo bajar. Ahora,
con el cuaderno abierto, deletreo:
Soy con-cien-te de to-do lo
que no a-pren-dí.
Escribo.
Vi la cera de mi máscara
derretida; un ricuts, un ojo
lagañoso, una pasta maloliente
y densa dentro de la boca, mejor,
para no articular palabra, para
qué, no valdría
la pena. Tenía el pelo
revuelto de una manera que no
dejaba lugar a dudas de cómo
había sido mi noche,
aunque nadie quisiera reconocerlo,
una jovencita sólo puede
haber tenido un mal dormir:
“Ves, es mejor que los niños
no vean nada macabro antes de
ir acostarse”. ¡Ah!, si
desde la cabeza pudiera anidar
nuevas ideas, al menos, algo
habría hecho por mí
ese día. Era inútil,
demasiado tarde para cambiar.
Mi código genético
había logrado su cometido.
Allí estaba yo ¿O
era ella que se parecía
a mí? Yo misma contesté:
“No, ni ella ni yo, un espejo,
me espantan las repeticiones,
sobre todo cuando se trata de
alguien que no conozco”. Eso
dije, mientras inútilmente
trataba de peinarme, sin darme
cuenta de que había vulnerado,
sin proponérmelo, el
único lugar desde donde
podría crear un mundo
diferente. Claro, si hubiese
tenido el coraje. Pero, ¿acaso
coraje, no era cargar con el
absurdo sobre la espalda, día
tras día? Recuerdo que
tomé una bata roja, la
única que tenía
a mano. Roja Roja. Mi sangre
ya no era roja, se había
coagulado, era negra, como el
terror que se proyectaba dentro
de mi mente. Estaba a tono con
ese viscosidad que sentía
debajo de la lengua. Iba a estar
a la altura de las circunstancias.
Por primera vez. Cuántas
cosas inútiles se piensan
cuando no se desea dar el primer
paso. Quería volver a
dormir. Sólo dormir.
Cada movimiento transcurrió,
lento, quebradizo, como si alguien
se hubiese empeñado en
detener el péndulo del
reloj de mi mesa de luz, o lo
hubiese partido en mil pedazos.
Me costaba mover el brazo hasta
alcanzar la nuca, ponerme sobre
el camisón el manto púrpura
del sacrificio: Otra vez el
melodrama, la pantomima, esa
que tanto criticaba ¿Justo
yo me ponía de bufón
frente al espejo? Iba a presentarme
somnolienta, dentro de minutos
nada más; la mirada azorada,
como la de alguien que fuera
lapidado y no atinara a defenderse.
Así.
El ascensor
estaba detenido, eran los vecinos,
todos, en la planta baja. Todos,
o casi todos. Alguien había
dejado la puerta abierta del
único ascensor. Sólo
cuatro pisos. Para salir de
mi resaca bajaría cada
escalón como si fuera
un ejercicio, no me vendría
mal. No tenía apuro,
después de todo era domingo.
Micaela debía haber bajado
delante de mí, aunque
no lo había percibido,
se había vuelto silenciosa
con los años. Me dije;
“Quizás ha sido ella.
Esa, la que no cerró
la puerta. No, claro, por supuesto,
no, es imposible”. Mi incoherencia
se estaba volviendo mi enemiga,
mostraba el revés, la
desmesura, el caos, el cosmos
que se desperdigaba en mil fracciones
frente a mi última inocencia.
Le eché la culpa. A ella
se la eché, para aliviar
la mía, alguien debía
cargar con algo. Debía
ser por eso de la sobrecarga,
de la necesidad de transferir
mis males hacía otro
lugar. ¿O es qué
todo tenía que recaer
en mí? Bajé despacio.
A propósito bajé
despacio. No tenía ganas
de que me vieran llegar. Sería
la última, la demorada.
La que llegaba siempre con la
máscara puesta. Por qué
habría de presentarme
de otro modo, para qué
darles el gusto, no deseaba
que en la última escena
me tuvieran lástima.
Pensé que lo mejor hubiese
sido seguir durmiendo, hubiese
sido mejor, porque cuando se
duerme se está ajeno,
no se tiene culpa. Las muertes
que se tejen en los sueños
no nos pertenecen.
Allí
estaba la muchedumbre. ¡Ah!,
la muchedumbre, esa masa de
cabezas informes. Puntos, nada
más que puntos. Superpuestos.
Primeras filas colmadas para
observar de lleno la tragedia,
mientras que yo trataba de asumir
mi rol dignamente. Allí
estaba, de espaldas al sol,
no deshojaba margaritas, mantenía
los ojos entornados como si
con ellos hubiese estado dispuesta
a decirme algo. Una tela verde
cubría su cuerpo hasta
la mitad de la cintura. Quedó
recostada sobre un brazo. Parecía
descansar ¿en paz? Traté
de pasar inadvertida, no era
afecta a los rituales. Micaela,
la vieja Micaela, el denso flequillo
cayendo sobre el hocico, aulló
frente al cadáver. En
cuanto a mí, ya no era
yo, ni mi madre era ella, ni
el espejo era el espejo, sólo
era una triste semejanza con
la que aún soy. La que
está todavía aquí.
Escribiendo. Aquí. Escribiendo.
Sí. Todavía.