Sol. Octubre. De mañana. La luz trae belleza. Una brisa que parece piel de ángeles nuevos. ¿Recuerdas, claridad, el calor penetrante de la vida, aquella que eras tú cuando era yo? Las horas, el verde de los sueños, los proyectos. ¿Recuerdas la fuerza en la sangre?
Todavía una lluvia celeste repica en estos ojos muertos.
Ni agua ni sed. Nada.
Sólo una sensación de pena en rincones, esa que deambula por la vida ya vivida. La que como un torrente lleno de ímpetu choca contra muros y tiene como único camino el regreso.
Ni hambre ni espiga. Nada.
Sólo este atardecer callado, muy quieto bajo el sol moribundo que no se atreve.
Y por piedad un aroma a pasto que recuerda la dicha. Y la primavera tan distinta de todas.
Ni sombras ni amor. Nada.
Sólo este silencio de paredes y recuerdos.
para quienes amé
A la hora del Angelus, a la hora en que el gris de la tristeza se transforma en oscuridad. En que el pájaro estuvo y se fue, como juré un día.
Esa misma en que la soledad se transforma en dolor, soledad disecada en paspartú. En que las campanas destilan vino agrio y el aroma de los tilos no alcanza a renovar las ganas de vivir. En la que nace el trozo de nada en que se ha convertido la noche, en esa hora descanso y vuelven sus vidas desde otros mundos, a sostener la mía hasta su hora sagrada.
Encuentro
Vinieron con sus historias, que son las mías. Historias de mis raíces. Contaron sus rayos de miedo, emociones. Contaron amores y acerca del cansancio. Tenían los ojos acuosos de los viejos. Las manos con manchas marrones; sonrisas que albergaban el brillo de la juventud. Yo miraba el sendero que habían recorrido y encontraba mis pasos; los veía a ellos con la muerte en la piel y algo que les nacía en forma ineluctable.
Éramos cuatro cobijados por todo el tiempo de dicha, esa dicha viajera que siempre, juntos, intentábamos tomar.
Ellos vinieron. Traían un calendario en la boca; un cementerio en la garganta de vino y luciérnagas. Y luego…luego, la vida. Ellos, los míos. Los míos, vinieron. Mis raíces. Mi eternidad.
época en la quisieron destruir el parque Las Heras
Una lluvia enferma cae sobre la desolación de los pájaros. Gotas de frío buscan los lugares en los que fuimos dichosos. Cemento y chapa nos roban esa felicidad de pastos y árboles que tanto hemos amado. Esos árboles, que tienen escrita en sus ramas la historia de sol que vivimos en un tiempo de alegría.
Hoy todo es baldío. Almas también baldías, muertas que a pesar de todo no perdieron la paz.
Cemento y chapa nos roban un pasado de estrellas, cada raíz que esconde, todavía, los rostros del amor.
Hoy la tierra tiene sabor a intemperie. Plaza Las Heras en un Buenos Aires ahogado en veneno.
La encontraron en la plaza; trozo de barro y pasto en las mejillas. Con la nostalgia escondida en el regazo. Tenía signos de haber abrazado la tierra. Su ropa se adhería al cuerpo húmedo de grillos; una luz opaca en sus ojos; promesas derretidas que hablaban desencuentros. Un amor sin amor que fue todo en su vida. Exiliada de ese amor la encontraron. Los labios húmedos de un rocío fresco.
Ella cantaba una canción en un idioma imposible. Su sombra ocupaba el hueco donde dormía el olvido. La mente prisionera y el mirar perdido.
La encontraron acompañada de sueños. Con grillos, pasto, gotas de noche.
Sí; era de noche.
Primavera.
Te busco, amor, en la vigilia y cuando duermo. En el pasado de mi vida, en el a-tiempo. Recorro gaviotas que me han prometido una respuesta. Golpeo soledades por si acaso sean tu escondite.
Y la sangre, la sangre de estos puños lastimados. Desde la biblioteca Pablo me ofrece veinte poemas que te nombran. Pero sigue el silencio.
Te busco, amor, en la pertinaz indiferencia de los días. En el dolor. La mordedura.
En la inabarcable zozobra de todo lo imposible.
Sobre un cuadro de Remedios Varo: Phenomenon
Desconfiado y solo, el hombre camina por calvarios de piedra. Hierofantes lo observan desde la tempestad del cielo. Verdes sentencias llenan de musgo sus pasos.
Una mujer lo espía desde la casa de la muerte. Roja, muy roja como la sangre de la piedad.
Al borde de la vida se sienta, desconfiado y solo.
Recuenta calendarios, códigos antiguos. Debajo de las piedras su bastón lacera los secretos.
Desconfiado y solo va a dormir entre castillos de tierra y sueña otras razas.
Su sombra se ríe de su cuerpo hirsuto. Árboles lejanos reflejan el invierno.
Una dulce agonía tiñe de colores la soledad.
El vino barato es una ayuda inmoral para desdibujar tu rostro que no cesa de golpear en el costado oscuro de mí.Una cinta celeste cruza mi pupila y mi boca se llena con los abominables insectos que roen tu recuerdo.
En la esquina, la desolación va en colectivo y un rancio dolor duerme en los zaguanes.
Ahora me has olvidado. Ahora todos los barcos agónicos que cruzan finisterre llevan una carga de tristeza. Ahora no me recuerdas como cuando nuestras palabras hacían el amor.
El vino barato cierra mi pensamiento y un agrio dulzor mezcla el aire y la noche. Dónde tu rostro de nieve? La poesía de tus labios, ¿dónde? Hay una amarga ternura encerrada en mis manos. Un túnel de humedad de abeja incitando a partir. Un sol de lluvia en el final de la desdicha.
El silencio clava una espada de labios cerrados. De miradas en condena. Enhebra culpas por no haber acariciado tus manos irreales. Por no haber gritado el amor mientras te daba todas mis lágrimas.
El vino barato cruza el sol del primer día en que te vi. El gris da vuelta las hojas de los días. Y te amo.
En esta noche tan sola, tan libre de gravedad, con tanto verano en la sangre, te recuerdo. Así, en el centro de la eternidad, en el centro de tu ojo donde la lágrima es cielo y es el círculo de una estrella y es todo y nada y la vida y el miedo.
Es en esta noche donde Dios se esconde y lo busco. Lo encuentro y mi pregunta dice dónde estás, quién eres, dónde te vas cada vez que te pienso.
Qué azar te llevó consigo.
Cuál es tu mundo.
Dónde vives.
En esta noche tan sola, la sola te recuerda mientras un barco parte para siempre.
De un cuadro de Salvador Dalí : Cráneo atmosférico sodomizando a un piano de cola.
Llega la bestia. Sus colmillos de fuego dejan sangre en la playa. Los dientes de granito corroen la música, el canto de las olas, los coros fantásticos del convento donde anidan desterrados.
El trueno astilla las nubes y peces rojos brotan del fondo de todos los abismos.
Un hombre y su sombra velan la tormenta. Encierran tras los muros el viento apocalíptico.
Las barcas encallan en montañas de muertos que murieron dos veces.
Y llega la bestia. Con su cráneo de azahar y veneno. Levanta el labio de la música para que se llague su boca. Con cuchillos de hueso carcome la canoa.
El sol derrite su amarillo y nace un mar con ese nombre.
Una prisión en las aguas.
Un hombre y su sombra.
Ese agujero pertinaz sobre la vida.
Cuando llego al bosque eres el aire. Allí apareces con toda la fuerza de la espiral del mundo, amazona, compañera salvaje que llevas en tu pulso el del amor, savia de siglos de una especie nómade ebria de raíces. En el silencio de sombras una siembra de luz florece el porvenir.
Cuando llego al bosque los mensajeros del cielo enmudecen . Mi corazón, niña mía subterránea, mi corazón…hierba de mar en tus aguas dulces.
Querido amor, tal vez te has dormido en medio de un sueño, o te has quedado en la estación donde las mariposas tienen alas de piedra. O te escondes delante de mis ojos para que no te espere.
Es posible que estés en el olvido, allí donde hay un color áspero del que no sé el nombre.
O tal vez estés caminando sigiloso por mi nuca y por mis manos.
Querido amor al que tanto quise tener entre los brazos de mi vida.
Tal vez te escondiste en una gota de lluvia extranjera para nutrir la tierra que brota de mi sangre.
Amor de remiendo y zafiros.
Querido, amado amor.
Que el miedo sea, acaso, una embarcación con rutas del color del futuro. Un navío con marineros de arcilla, con rostros de tormenta que traen la música del comienzo. El miedo, ese que se aferra a la intemperie de una lluvia de ojos tristes.
Conocí una mujer, dije, ahora, que tenía ballenas blancas en las manos. Manos de océano. Anillos de oro en el corazón.Dormía en un lecho de guijarros y pájaros de miel soñaban por ella. Temía el futuro; sentía el peligro del amor mientras amaba. Que el amor hería, dijo, pero que nunca dejaría de amar.
Desde alguna sombra, yo intentaba conjugar su miedo con música de vida.
Ella tenía faroles en los ojos y un sabor a eternidad en la boca.
Conocí una mujer, dije, que sangra el cielo en las palabras. Creo que está lastimada de invierno, como yo.
Ella escribe en los pájaros, en el agua de los estanques, sobre los gestos amados de sus muertos.
Extraños seres vigilan en la noche.
Mientras, debajo de mi almohada, una nube azul.
Sobre el deseo un desierto donde siempre es primavera.
Y la pupila en el fondo de la piedad.
Y alguien que nombra como siempre, el silencio.
El fuego, sobre sus labios.
Que el miedo no sea música negra para el futuro.
Que la herida no.
Que esta mujer conmigo.
Que esta mujer en mí.
Que la dicha.
Que el amor.
Sobre un cuadro de Picasso: Bebedora de ajenjo
Llueve hielo. A las dos de la madrugada, un aire espeso se licúa en sombras.
Ella atraviesa una antigua tempestad, una arcaica desolación.
Su impermeable, de agua. Su cara, espesura arrítmica y triste.
En los bolsillos entibian violencia sus puños cerrados.
Sal en sus ojos de bestia atrapada.
Entra al vacío. Sube en ascensor. Abre la puerta de su templo con la llave de la noche (aunque recién atardezca en sus manos).
Ella entra al naufragio. Enciende la luz. Cierra la puerta. Ve lo de siempre: la biblioteca con libros dormidos, fotos que entregan un momento que fue. El televisor. La mesa con papeles mezclados. El teléfono mudo (o que anuncia lo que no se quiere oír). El escritorio con la computadora tan gris como su tiempo.
Deja su abrigo sobre el sofá. Mira el balcón que habla de otra larga noche con heridas de invierno. En cualquier parte arroja lo que trae en la mano.
Va al dormitorio y en el espejo descubre cadáveres que sueñan. Gira sobre sí. Vuelve. Se sienta. Toma un cuaderno. Lo coloca en un nivel más bajo que la superficie de la mesa. Mira varias veces hacia la izquierda como buscando algo que no. Por momentos, sonríe. Toma una actitud pensativa. Luego, seria.
Se levanta. Va hacia la cocina. La canilla gotea. Un plato fuera de lugar.Toma una botella. Vuelve con un vaso.“Suicidio”, escribe sobre una servilleta de papel.
Sirve. Murmura sonidos errantes. Comienza a beber.
FINITUD
Los días se demuelen. Terminan siendo arenilla de cielos, hojas, sol derramado en los confines de los insectos. El silencio es un conjuro de piedra y acantilados. Los puños del mar no alcanzan la ira suficiente para cambiar el mundo. Se esconden las gaviotas y los barcos se hunden para huir de la intemperie. La dama de noche oculta su perfume. La luna se aquieta y el lucero parece una bengala inmóvil en el revés de la eternidad. El tiempo se hace añicos mientras perdemos todos los futuros.
En esta casa en la que estoy por un azar extraño, en la que me visitan chimangos y torcazas, perros que duermen en el brillo de la noche, en esta casa, el amor me ha perseguido y dado alcance.
Algún día será, seremos, parte de la arenilla, de los residuos de la demolición, del brutal alarido de los gatos.
Él no volverá. Tiene las manos prendidas de un sueño. No volverá. Es mucho el hogar que lo cobija. Por sus calles, los faroles alumbran la nieve y un aroma a hierbas del norte invade la casa.
No ha de venir. Yo soy el pasado. Soy el dolor, que, de tan viejo, se ha quedado, como yo, solo.
Él no volverá porque aquí ya no es su vida.
No volverás, amor. Mis manos frías aún te buscan, ciegas, entre las brumas de aquel invierno.
Amante que compartías desayunos en la época del sol,
(todo el de Marbella en tu piel), te siento todavía y te recuerdo con tus gafas oscuras nadando en la luz.
Vuelve tu rayo de impermanencia amarilla; vuelve tu ardor; tus entregas.
Aquel tiempo se quebró en el almanaque.
Por eso hoy se mueren los pájaros.
Algo entró en mi ojo. Un acantilado, un pez, arena. Tal vez una gaviota.
Se nubla mi vista. La visita se clava entre mi párpado y mi adentro. Me lastima ese pasajero. Creo es un barco que huyó de maremotos, de tiburones, de la nostalgia. O un arpón asesino que perdió el rumbo. Tal vez la caricia equivocada de un delfín.
Algo entró en mi ojo que llora imparablemente este dolor.
Hay una casa en mi mano donde un hogar a leña abriga la ternura. La alfombra sostiene dos cuerpos desnudos que celebran la vida.
La casa en mi mano tiene el tamaño del océano y por sus paredes brotan bosques que ocultan.
Un horizonte de barro se ve por sus ventanas.
El cazador la descubre. Bella en la mira de su rifle. Bella mi vida, en su finita eternidad. Certera la bala en el centro del vivir.
Hay una casa en mi mano, destruida, intacta, como el amor roto. Como el destino.
La bruja. La que me acecha en los roperos de dos siglos. La harapienta dulce y malévola.
Ella, que dormita en mis uñas agrediendo mi sangre. La de pómulos grises y filosos. La que parece un ángel ungido de locura.
A veces comparte mi almohada. Otras, le hago el amor. Gime desde todos los infiernos ahogada de placer.
Es miel agria su boca y sus dedos queman con su frío.
La bruja. Incansable, fiel, compañera de vida.
Yo le brindo esta noche para que nunca se arrepienta de estar a mi lado.
Finalmente, he comprendido: la vida, una lujuria perpetua entre sus brazos de fuego.
A DUNA
Antes del cielo, la lluvia era blanca. Eran blancas las ramas y las hojas goteban sol del caliz primordial.
Yo entraba a tus pupilas rodeadas de almendras y juntas mirábamos las piedras florecidas, los peces que repartían agua en cuencos de papel, las liebres, también blancas que nadaban a saltos entre árboles de mica y uvas.
Antes del cielo, había más colores que después. Había más aromas; girasoles nocturnos desprendían luz de mar y colinas.
Yo te tomaba en mis brazos y crecían retamas y mariposas en la playa serena. Luego corríamos las estrellas que bajaban para posarse en la noche.
Antes del cielo bebíamos los maduros, dulces frutos de la felicidad.
Hoy, bajo este cielo anciano, en una soledad de oscuro, me apoyo en el bastón del miedo mientras mis ojos atraviesan esta ventana con vista al dolor.
Ella, la nuevamente bendita, la muerta que duerme su muerte y vela la eternidad. La que esquiva cuchillos nacidos entre los rancios dientes de la amargura. La dulce criatura que visita en sus paseos nocturnos, los árboles testigos de lo que es y no quiere, de lo que quiere y no llega, de lo que desea y se distrae.
Ella, la nuevamente bendita, fue vista por los pájaros de la noche encender un cirio hecho con un trozo de cielo. Fue vista orar, su cabeza cubierta de tules color tierra. Ella, que olvidó las palabras de todos los ruegos. La que pintó con tinta roja las mejillas de Dios.
MARLENE, GATA BLANCA EN LA VENTANA
Ella vivió en Bubastis hace un día largo como el invierno. Hoy aquí, su pelaje semeja las sedas de Turkía.
En los ojos glauco-azules, el mar.Todos los colores de Dios.
Ella mira más allá del otoño y recorre inmóvil, con su hocico en alto, los aromas de la nostalgia.
A su costado, un precipicio de escaleras divierte la mañana. Su mirada arroja besos filosos a los pájaros del delta.
Soberana, imponente, descendiente de Bastis, sigue siendo la “Señora del Este”. Hija de Isis y Osiris, fusionada con Sejmet, --quemadora de condenados-. Reina sobre todos los despertares del mundo. Esparce su blanca belleza por los escalones, como otrora por la antigua casa de Bastet.
Aquí estoy, futuro, mi vida abierta
hacia tu sombra.
Aquí, expuesta con paciencia y con reposo.
Te espero sentada en la penumbra de los libros.
En este cómodo sillón hecho de palabras.
Entre fantasmas que flotan
en la enorme biblioteca.
Aquí estoy, frente al ventanal, futuro;
aguardo tu visita.
Más allá el campo con frutos y fatiga.
Más aquí, un sendero, esperanzas y dolores.
En mi taza de café nadan promesas
y sobre el escritorio arde
la vela del renunciamiento.
Aquí estoy, futuro, pequeña que fui.
Infinitamene anciana, ahora,
con el faro que sólo alumbra
el interior del miedo.
Ven, futuro, vacía el cántaro de mi existencia.
Otro tiempo llega.
Inexorable.
LOS COLORES
Un círculo. Los colores entre ellos se observan. Se dilatan y bordan.
El verde escribe la amargura, el negro borda la esperanza. El blanco
persigue el pecado.
Algunos amarillos enhebran hilos de plata y hay plateados que dibujan hilos de oro. El rojo estampa una paz tranquila y el azul, calderos de fuego. Pero hay un color que se nutre de sí mismo, permanece con sus manos inmóviles que aferran el río: el marrón de las aguas, de la oquedad, de los marineros sin rostros que nunca se quedan. El marrón de toda la tristeza, de todos los domingos. El que invade sin piedad los rincones del mundo.
El vaso de
leche. Una espesura de cielos blancos
a través del vidrio. El sabor
fresco. Un tacto de luz y un lago
de pureza inefable, circular, con
su centro de tierra primigenia.
La espuma, islas repletas de misterio,
plantas colgantes en los balcones
de Aranjuez.
Una fuente de magia desaparece la
tristeza. Invita a sumergirse en
un sueño límpido.
Este sol que perfora el cristal
y me envuelve de calidez.
Las violetas de los Alpes que sonríen
poesía.
Alguien,
desde un nombre me llama.
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