Como
poetas sabemos que hay un Portal
que da al país del Misterio,
a la eternidad tal vez. Y así,
como poetas, tenemos un destino:
llegar a él, a esas puertas
y traspasarlas. El camino no
es fácil; hay nieblas,
dudas, porque de aquel costado
del mundo no tenemos certezas.
Hablo de lo inefable. Y a la
captura de lo inefable va es
ojo peregrino de María
Chapp. Ese ojo no deja resquicio
interior sin revisar. No se
contenta con el yo del “apellidonombreprofesión”,
“rasgosvisiblespersonalidad”,
como dice la autora juntando
las palabras al escribirlas.
Explora profundamente lo humano,
nuestra condición, nuestra
esencia. Nos lleva por un lento
sondeo del propio yo y obliga
al lector a no escapar de sí
mismo; lo obliga a rescatar
ese instante de percepción
luminosa que lo integre con
su interioridad.
Nos dice
María: “¿existe
la propia vida? ¿o todo
es la gran vastedad, eterno
baile y uno existe cuando toman
forma secuencias de relámpagos”?
Vemos que también toma
como herramientas sus dudas
existenciales. Nos hace preguntar
qué somos; ¿acaso
perpetuos en el Universo? ¿O
sólo fugaces relámpagos
condenados a la finitud? Se
me ocurre pensar que ese ojo
no deja de buscar respuestas,
respuestas que lo protejan de
la demolición de los
días.
Recientemente
hablamos de lo inefable; la
poesía lo contiene, contiene
esas no palabras pero también
un poema está construido
con palabras. Debemos agregar
para no ser incompletos en lo
que decimos, que también
contiene silencios y si observamos
bien es en esos silencios donde
María pronuncia lo cósmico.
Quiero
nombrar el poema que ella titula
“Un templo en el cuerpo” porque
allí, una vez más,
nos muestra su capacidad de
creación y expresión.
Es un viaje al interior de su
cuerpo transformado en ámbito
sagrado donde al decir de la
poeta se encuentra “la gracia
algo de cielo en esta tierra”.
¿Dónde
ocurre “El ojo peregrino”?.
No es en la ciudad, ni en los
altos edificios, ni en los puentes
ni en cualquier barrio. Ocurre
en la interioridad de la autora,
en ese destino que todos los
que nacemos debemos recorrer,
a decir de ella, ese destino
que es “un largo río
ciego”, un destino de dolor.
El libro
está escrito con un lenguaje
-punto capital para evaluar
toda poesía- de certera
espontaneidad, sensibilidad
y lucidez a flor de piel, propia
a extenderse sobre la satisfacción
creada, bajo la cual se agazapa
el ser mortal del hombre y su
angustia imperecedera.
Mientras
recorría las páginas
me vino a la mente la representación
de una carta del Tarot, el Arcano
Mayor número nueve, que
es El Ermitaño. Representa
a Saturno, a un viejo sabio
que va alumbrando el sendero
con su farol.
En cada
poema, Chapp toma una lámpara,
ese ojo-lámpara que bucea
por recovecos y laberintos del
mundo de su interior, que es
también el de cada uno
de nosotros.
Ejemplo
de esto nos da la belleza de
estos versos:
“¿te
encontrarán despierta
/ cuando cante el gallo / en
el amanecer del trono? ¿Entrarás
en ti / en tu hermosura?”
La autora
cruza la línea del vivir;
pasa a otro cielo donde ella
sabe que está la paz,
un cielo que está lejano
a este mundo donde mutamos permanentemente
en un mar de causas y consecuencias.
Y también
recordé mientras leía,
a Susan Sontag cuando habla
de la conjugación del
arte como acto de seducción
y no de rapto. Este libro seduce
porque nos lleva a un lugar
parecido al paraíso,
lejos de lo racional e intelectual.
Nos lleva al sosiego.
Dice
Gotfried Benn, poeta alemán
del siglo XX que el arte no
se comprende, que deja, eso
sí, impresiones y que
ellas son la luz del arte.
María
Chapp deambula por las certezas,
las incertezas, la búsqueda.
También por los eternos
ciclos de nacimiento, crecimiento,
muerte y resurrección.
Dice:
“morir cada tanto / bucear en
la intemperie / en música
de constelaciones / frágil
en el hueco / observar / qué
hacer con la vida”.
Y en
otro poema: “con mi ración
de cielo / haré la nueva
tierra”.
Hay una
revelación de la propia
María; se revela y nos
revela, nos descubre a partir
de su propia proyección.
Uno siente empatía cuando
recorre los poemas.
Infiero
que la auténtica poesía
desenmascara, en tanto que el
simulador con su arsenal literario
puede suspirar hasta el infinito,
pero no causa la más
ínfima impresión
de belleza. Lo que llamamos
poesía causa una reacción
física, agita la sangre.
Este
poemario lo logra; logra la
belleza.
Ralph
Steadman nos habla del hombre
del Tautavel, que era un hombre
de la prehistoria, cazador de
hace 450.000 millones de años.
Ese hombre, como nosotros, sufrió
angustia por su comida, su techo,
su propia vida. Y dejó
inscripciones y tallados. Esos
tallados e inscripciones, hoy
son reemplazados por el poeta
cuando escribe, con sus poemas.
A través de ellos, aquieta
la bestia. María nos
da un ejemplo de ello. Dice:
“los espejos sólo muestran
el pasado/ aquí ahora/
los ancianos abedules/ el pino
sanador/ una palta ofrece/ simples
milagros/ el rincón de
las estatuas/ tanto invisible
amor.
María
hace visible el amor y la paz
en este libro.
Cada
página entrega una pulsación,
un instante prolongado repleto
de emociones tranquilas, maduras,
situado en dominios propios
de la autora que ya ha dado
muestra de eso en su libro anterior
La sed. Ha dado y da muestra
de su clara entereza para afrontar
la aparente inmediatez que nos
rodea y enraíza, a pesar
de que desnuda, también,
una profunda preocupación
existencial que a todos nos
concierne. Dice: “vivir duele
y cada dolor es único”.
En su
escritura la magia es fuego
custodiado por los dioses, fuego
que no podrá ser robado
ni por Prometeo ni por ninguno
porque está para alumbrar
la noche ilimitada de los tiempos.
A veces
me sucede que al nombrar una
palabra, o una vocal, asocio
colores. Este libro está
lleno de colores y le otorgaría
el amarillo y el naranja, los
colores del sol y la libertad.
Agrego, también, que
no en vano nos habla de un “pájaro
blanco”. Aquí se celebra
la vida, que ese ojo peregrino
ve muchas veces acunado por
el reposo del adentro; hay un
cierto acuerdo con lo que entrega
el mundo y un festejo de lo
vital.
Dice
la poeta: “gris…qué importa
el gris/ con este corazón
en llamas”
En Chapp
están estas dos situaciones:
cuando se muestra en plenitud,
señala también
la carencia; cuando está
en paz no olvida que hay cosas
que intranquilizan. Y cuando
se ubica en el lugar de la falta,
festeja de lleno la plenitud.
Tiene la capacidad de ver el
revés e las cosas. Por
eso hay claroscuros en sus textos.
A veces, cuando el entusiasmo
se cae, rápidamente reafirma
que este es un bonito lugar
para vivir.
Aparecen
también nombrados los
mantras, la amatista que es
un cuarzo de color violeta que
va al rosado y alusiones al
color violeta propiamente dicho,
como dejándonos leer
entre líneas su idea
de trasmutación. María
ha sido siempre para mí
una persona que trasmite paz;
siempre la veo sonriendo. Ella
y el libro son uno sólo.
Borges
dijo que lo que le ocurre a
un hombre, le ocurre a todos.
Este libro le ocurrió
a María y por lo tanto
nos ocurre a todos. Esta obra
es ejemplo indudable de la palabra
trascendida.