Por Gustavo Di Pace
Sólo
el humo del porro que tenía
en la mano y un fluir fluir
y María María
Mujica María, mi todo
mi pedacito de cielo y apenas
mi angustia y la sensación
de un apretado sudario acechándome.
Sólo era cuestión
de tiempo.
El mundo seguía girando,
y yo rodeado de recuerdos con
forma de ositos, perritos y
fotos.
Quizás un pelo suyo en
la cama, quizá su voz
en un casete, quizás
ese programa en la televisión
de aquella noche hablando sobre
la muerte y yo, o lo que quedaba
de mí, intentando no
cagarse en todo.
Recuerdo que mientras iba a
la cocina me había asaltado,
como ocurre con todos los pensamientos,
la imagen de mi amigo Rafael,
gran novelista y ególatra,
quien me había sugerido
el oportuno destino de ser un
escritor under.
-Tenés que salir un poco
-me había aconsejado,
también.
Es verdad; debía reiniciar
mi vida y conservar tal vez
mi condición de under,
pero ¿qué hacer
con la noche, cuando se venía
inevitable y me sorprendía
solo y demasiado? Era en estos
momentos cuando al lado de la
cama, o en el baño o
en el hall, no importaba el
lugar, lloraba, repentinamente,
jugo de limón.
Y con ese lagrimeo frutal, me
abandonaba al tedio.
Pero, menos la pena, hasta el
faso se terminaba.
Entonces se me ocurrían
diversas formas de acabar con
esto. Tomar de mi negocio ciertos
modos de persuasión era
una alternativa, así
como también la diplomacia,
la hipocresía y cualquier
manera suave y/o artilugio estuviese
a mi alcance.
Esto podía traducirse
en hechos tan disímiles
como bajar de internet canciones
que estuvieron de moda en mi
adolescencia, jugar a enamorarme
de mujeres que conocía
a través del chat,
mirar películas idiotas
en la programación de
cable o tomar mucho pero mucho
Cointreau y -perdón,
Bukowski, pero uno hace lo que
puede...
La cuestión era que,
aun así, no podía
dejar de sentirme miserable.
Y si no ¿por qué
lo del aquel día cuando
vino Eva?
Ella, amiga y fotógrafa
de cielos y mundos subliminales,
me había mirado diciéndome:
"che, ¡cómo
tenés los ojos!"
y después el abrazo sin
interés.
Entonces.
Entonces yo me había
apoyado en ese hombro ajeno
y había comenzado a llorar,
aunque sólo fuesen las
cuatro de la tarde.
Y lo hice de tal modo que las
gotitas se fueron transformando,
otra vez, en ácidos charcos
llenos de mí, charcos
devenidos en ríos de
olas amarillas amarillentas,
mientras Eva, incrédula,
comenzaba a quitar los enchufes
y a levantar los cables de los
artefactos eléctricos
para evitar un desastre.
Recuerdo que no me afectó
mostrarme débil, desnudo,
impotente, golpeado, herido,
maltratado, dolorido, agobiado,
descalzo y lacerado, pero que
las sillas y las mesas no fuesen
más que objetos inútiles
a la deriva sí me preocupó.
Ya estábamos terminando
de levantar todo cuando se me
ocurrió una idea: pensar
los hechos felices de mi vida;
probablemente dejaría
de llorar y Eva ya no me miraría
como si ni siquiera la lástima.
Traté de volver hacia
ellos, pero ¿dónde
estaban?
Triste, comprobé que
de alguna manera los había
dejado en algún rincón
agreste de mi cerebro.
Nada controlaba mis llantos,
no había pañuelos
ni sábanas ni tácticas
que pudiesen terminar con ellos.
Fue en ese instante, mientras
pensaba en cómo serían
los últimos momentos
de los suicidas, cuando los
vi.
Sus pies.
Femeninos.
Chiquitos.
Bellos.
Ahí, arriba de la fría
mesada de la cocina.
Tan blancos como los míos.
Y ya sea sobre la arena, el
barro, el asfalto o una losa
como aquella, las propiedades
de esas dos pequeñas
formas de la naturaleza gozaban
de un tinte sagrado.
Mojados por el jugo de limón,
ése que ahora poco a
poco se estaba poniendo tímido,
cansado, como si ya no fuese
feliz siendo catarata o cascada.
Traté de disimular aquello
que asomaba en mi segura mirada
de pobre tipo, pero intuí,
en lo más profundo de
mi ser, que Eva ya sabía
mi dolor.
Y mi temor.
Y mi mirada esquiva.
Al rato, a medida que el jugo
de limón se iba yendo
por las rejillas de la casa,
fui distendiéndome, y
comenzamos, con un entusiasmo
gracioso, a secar los muebles.
La casa quedó igual que
antes, con sus colores ocres
y discretos, apenas con un tono
amarillo que en realidad la
embelleció.
Eva, luego de fumarse uno, se
puso los zapatos y se fue.
Yo fui al baño y al mirarme
al espejo noté mi rostro
diáfano, con un nuevo
vigor.
Ya iba por el cuarto café
cuando reflexionaba sobre la
posibilidad de ver nuevamente
la belleza de las cosas: los
pies sorpresivos de Eva, la
posibilidad de una redención
íntima y por qué
no, seguir el consejo del loco
Rafael, que en la estación
de tren y antes de partir hacia
su casa en Ramos Mejía,
me había dicho días
atrás: "dejala ir,
che, eso también es amor".