MARIA NEGRA por Susana Cattaneo



La Negra, enloquecida.
En la casi absoluta oscuridad camina en el living como lobo furioso.
Lleva una linterna que cabe en sus dedos.
La luz violeta apenas sirve a ojos sin imágenes.
Desde algún lugar de sí, surge una llama y quema sus pupilas.
El pelo es estopa, carbón.
La habitación, abismo despiadado.


Hospeda el descontrol. Revisa cables eléctricos con la tenue luz. Maraña de cables. Con grandes pasos vuelve a los mismos rincones. La negrura ahoga el aire. El oxígeno es ramo de ortigas.

En su interior alguien grita: ¡Negra!

Mira a todos los costados. La voz muere. Un rostro la observa desde el piano. Parece de cal.

-¡María Negra!

El miedo: gotas que fecundan sus mejillas, la soledad.
Una punzada duele sus arterias.
Tropieza contra una butaca.
Mueve el violeta contra un aire inerte.

Le estallan los ojos. En su esclerótica la sangre es bosque de fuego. El tenue rayo de luz fantasmea sus gestos en los que cantan, aterrados, pájaros de noche. Ella raspa las uñas en la pared de los ajusticiados. Trozos de piel se adhieren al muro.
Sigue caminando a tientas. Sombras inmóviles. El marco de una puerta enrojece con violencia sus labios secos. El dolor llega. La linterna cae entre sus pies descalzos. Hay diez reflejos extraños al nivel de sus dedos.

Un líquido espeso cubre la herida –hay otra herida que duele más y no cierra, ella lo sabe-.

No puede ver el color que mancha su remera. El celular la llama desde algún lugar remoto. Una eternidad entre ella y el timbre. Extiende el brazo. La luz se apaga en el suelo.
María Negra moja de sal sus manos.

Tropieza con una mesa ratona. Algo agudo quema su rodilla. Inhóspita la alfombra donde cae.

María es un jirón de ser humano.
Es sangre, dolor, labios partidos.
Es el amor roto.
La tristeza.


Mueve el cuerpo a ras del piso. Con sus codos se impulsa hacia algún futuro. Giran los ojos muertos de luciérnagas encendidas.
Por un instante, extrañamente, recuerda algún lejano momento parecido a la felicidad.

María tiene agua de lluvia en la mirada enferma. Ahogada de oscuridad llega a la cama. La aspereza del acolchado le es tan familiar que da alivio. La almohada cobija su cabeza donde el miedo es igual a los sueños. Donde el futuro es un pico filoso, alquitranado.

La rodilla duele; los ojos arden. Palpitan las manos lastimadas –hay otra lastimadura que duele más y no cierra, ella lo sabe-.

Las uñas rotas se enganchan en los flecos del cubrecama. Su fatiga ve puntos luminosos en la oscuridad. Una voz de hielo grita un nombre.
Ella tiembla, suda, gime.
Conversa con los fantasmas.
Ni siquiera puede llorar.

Negra es la desesperación.
El amor roto.
La tristeza.





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