Era negro, tan negro que brillaba en la oscuridad con reflejos de luz. Era como un cómplice en la tarde de sábado estival, como impregnada de petróleo, que me hacía reír al borde de la nada. Ese hueco enorme que horadaron los que amamos y no están pero que acechan obstinados desde el piano y desatan la cicatriz sellada con dolor. Los amigos de horas felices tampoco están. No sé, tal vez en otros meridianos, en algún cementerio, esparcidos en el agua o en la negrura, no sé.
Salí a caminar por las calles de la ciudad de multitudes sordas, cables alienados y veredas olvidadas. Debía cuidarme de no tropezar con baldosas grises, vejadas, que bramaban con el carro empujado por el cartonero. El cochecito del bebé que mira y la madre de cabello muy lacio y rasgos orientales que mira lo que el bebé mira y sortea con dificultad la vereda negligente levemente inclinada que pugna por arrastrar el cochecito. Como en Potemkin, pensé. El aire inmóvil quebrado por el viento repentino arremolinó las hojas del otoño incipiente, la mercancía del cartonero y el cabello lacio. La respiración profunda del aire en movimiento me trajo cierta serenidad y mitigó las miserias. Por momentos logré alejar ausencias, fantasmas, amores, trabajos, vendavales.
Al volver encontré al cómplice. Miré a mi alrededor los sillones mullidos, muy verdes, testigos de siempre. Vi las escenas luminosas que vigilaban desde el piano en el silencio sólo alterado por el ruido del motor en la cocina. Me senté bajo la lámpara y tomé el libro. El aire de la tarde, mezcla de gases y plomo parecía burlarse al cruzar la ventana. El sol era sombra. Solo mi amigo negro, centelleante, tuvo el privilegio de arrancarme una sonrisa, mientras Antón Chejov me transmitía otras sensaciones y colores cubiertas por una tapa negra de diseño humorístico que relucía como un abanico dorado y que pasó a ser mi amigo de ese sábado estival tormentoso.