LA NOCHE DEL MAR DE VINO
 Por Wenceslao Maldonado


 

Esa noche, no sé por qué, mar, cielo y bosque se convirtieron, de golpe, en un paisaje violáceo e inmóvil. Las olas, tenues, tranquilas, llegaban a la playa en silencio, transformadas de modo extraño en algo que se parecía o era vino oscuro. Los árboles chorreaban desde sus copas gigantes denso vapor morado.
Wolfvaldo lanzó un largo aullido y se sacudió  el sudor de tinta del pelaje hirsuto. A unos metros, caminábamos de la mano nuestros pocos pasos de duendes curiosos, Hirwain y yo, sin decirnos palabra.
De seguro, mi minúsculo compañero hubiera querido volar. Probablemente se hubiera lanzado hacia la ciruela abultada de la luna, dulce y jugosa, de haber tenido un poco de viento que lo impulsara. Incluso se hubiera animado apenas con una brisa leve.
Pero no, había una inmovilidad absoluta del aire que lo ponía ansioso, y yo le sentía el nerviosismo en la mano húmeda que me estaba dando. Cada tanto se adelantaba algún paso y me obligaba a moverme de manera desacompasada.
El mar iba y venía sin ruido en la penumbra misteriosa de la noche violeta.
Solté la mano de Hirwain que se restregó la palma contra el pantalón para secarse. Me agaché para beber un sorbo salado de ese vino espumoso de la orilla.
Y sí, el agua no era ya salobre, como durante el día. La pude paladear con calma y agrado. Ahora se había vuelto dulzona, un vino espeso con sabor a jarabe de moras negras.
Tomé un segundo trago, y le hice señas a Hirwain para que me imitara sin temor. Pero no se quiso mover, y me miraba con ojos de extrañeza divertida.
De pronto me pareció que un airecillo marino, una fragancia pastosa, me recorría la boca, la lengua, los pulmones. Alcé los ojos hacia la luna. Wolfvaldo volvió a aullar con un ronquido largo, mientras nubes azuladas y negras cubrían con pudor las últimas luces del cielo.
Aparecieron, entonces, los pesados cormoranes del acantilado, pecho de plumón aguamarina, alas de cobalto. Giraron sobre mi cabeza. Abrí los brazos y me solté a la altura para volar con ellos.
Hicimos el recorrido de las altas rocas. Pasamos la ría que no era más que una hilacha temblorosa de cielo que entraba en los médanos negros. Después el cabo, con su choque violento de encajes y vapores. Por último la bahía, el gran abrazo redondo de la noche abierta.
Volando casi al ras de las playas largas, percibí el piar tímido de los filfiles con sus piquitos lilas y, allí nomás, el nerviosismo rítmico de los gaviotines negros; a lo lejos, muy distante, la formidable angustia lunar del albatros solitario.
Los cormoranes que me hacían de guía giraron, de pronto, hacia el bosque. Pude ver, entonces, con absoluta claridad, resplandores celestes en todos los nidos de los duendes de los árboles, y detrás, en su altura solemne de volcán, dentro del cráter mismo con su erupción de humos tenebrosos, la gran hoguera de la maligna Agenora.
Creí que ya era hora de volverme a la playa, aunque tuviera que dejar a mis compañeros del aire. Había pasado mucho tiempo y debía volar el camino del regreso. El mar despedía un exquisito aroma de licor añejo.
Pasado el cabo, distinguí, más allá de los acantilados, dos manchas oscuras en la arena. Hirwain y mi fiel Wolfvaldo no se habían movido del lugar, seguramente para esperarme.
Aleteé con fuerza para apurar el vuelo. Al acercarme, detuve el aire con brazadas repetidas y secas. Descendí apenas a unos metros de ellos.
Di unos pasos sin hacer nada de ruido en la arena, como podemos hacer sólo los duendes. Llego. Mis amigos yacían adormecidos con un sopor inusual. No me muevo. Espero. Hirwain, entre sueños, no podía contener la risa de una ebriedad feliz; Wolfvaldo se agitaba sin control, moviendo sus cuatro patas peludas hacia todas partes, mientras se le escapaban por entre los colmillos gruñidos lobunos de una evidente borrachera. Ni siquiera pudieron darse cuenta de que había llegado y que estaba allí mirándolos.
Me reí como primera reacción; pero enseguida me sentí culpable de haberlos dejado solos, bebiéndose el vino del mar sin medida, mientras yo, despreocupado, corría los aires de la noche violeta.
Los dejé dormir. No debía faltar mucho para que la noche se corriera.
Después de mis vuelos de duende curioso, sentía sed. Quise tomar un trago del mar de vino para aclararme la garganta, reteniendo el líquido espumoso en el cuenco de las manos. Pero el agua ya se estaba poniendo salada otra vez. En efecto, por el horizonte, la herida de luz naranja del alba, con su mano impalpable, comenzó a mover los pliegues oscuros del cielo en los que goteaba con lentitud la sangre primera del sol. El mar volvería a ser de sal, como todos los días.
Wolfvaldo aulló con un largo quejido al despedirse de la pesadilla. Hirwain se despertó sobresaltado. Los dos me vieron y bajaron los ojos avergonzados. Wolfvaldo se alzó en sus cuatro patas y movió la cola de lobo inocente. Me acerqué a Hirwain y lo tomé de la mano. Era hora de volvernos al bosque.

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