LA COMPAÑERA
 Por Emilio Jorge Zepol


 

        El verano doraba San Telmo y el sol era muy fuerte. Como todos los domingos la multitud en las calles, pero en los bolsillos  el dinero escaseaba: por eso en los locales de los anticuarios pocos compraban, la mayoría, sólo miraba las vidrieras llenas de recuerdos,  otros se deleitaban con una pareja, que, en medio de la calle, bailaba tango para turistas.

 

         En la plaza Dorrego, las sillas y las sombrillas eran una tentación para que gente cansada gastara  con la esperanza de aplacar la sed. Algunos, como al descuido, se quitaban los zapatos debajo de las mesas.

         Una cincuentona promocionaba un restaurante con un disfraz de milonga, mientras un veterano de viejas cantinas, imitaba a Gardel, gesticulando al compás de la voz que salía de un anacrónico fonógrafo.

        
Cerca de allí, en el Departamento Central de Policía, Julián Reyes estaba fotografiado de frente y de perfil.  En una carpeta de cartulina amarilla, constataba que no tenía empleo ni oficio conocido, pero sí, larga historia de diestro punguista.

Julián, que vivía en el altillo  de la calle Garay, miró el despertador  en la mesita de luz, última sobreviviente de un juego de muebles para dormitorio; se rascó la nuca y sentado en la cama se desperezó ruidosamente. Mientras se calzaba las zapatillas con suela de goma, pensó:

“La pucha, las tres de la tarde y los pescados sin vender”.

         Como de costumbre, chupó tres mates hasta el rezongo final de la bombilla, después, como de costumbre, quedó todo sin lavar sobre el hule raído que hacía de mantel. Desde la puerta del cuarto, dejó flotando en el aire:

-¡Chau, Rosalía!

 

         Salteando escalones,  ágilmente, bajó la escalera y salió a la calle silbando El Choclo. Ya en el teatro de operaciones,  observó la posibilidad de un trabajo limpio, rápido y sin consecuencias peligrosas, lo que se dice, un buen trabajo profesional.

        
Un hombro redondo, blanco y cubierto de pecas, que rebalsaba de un espantoso vestido floreado, atrajo su mirada. Como hipnotizado, vio como la  gorda, compraba supuestas reliquias pagando con hermosos billetes de color verde que extraía del bolso de rafia que pendía de su hombro redondo, blanco y cubierto de pecas.

          Todo servido en bandeja:

         Como al descuido se puso a caminar detrás de la gorda, así llegaron a Defensa y Garay, ella comprando y él  mirando el bolso de rafia. En esa esquina, el revoltijo de peatones   y vehículos, era ideal para un excelente arrebato. Con el bolso de rafia flameando como una bandera, Julián Reyes emprendió veloz carrera perseguido por la gorda que gritaba una mezcla de castellano e inglés.   

 
         La escena era absurda, la gorda corriendo detrás del ágil ladrón causaba gracia, nadie se indignaba, nadie ayudaba, todos reían. Por la poca velocidad que le permitía su obesidad, enseguida, perdió de vista a Julián. El que no le perdió pisada fue el del puesto de diarios, que disimuladamente estiró la pierna izquierda justo cuando Julián pasaba echando chispas. La caída fue tan espectacular como la puteada y el ruego,   mezclados en su grito:

         -¡Hijo  de puta, la guita la necesito para mi compañera enferma!

         La patética cara del ladrón ablandó el corazón del diarero como vainilla en la leche: la piedad le subió a los labios y susurró:

         -¡Tomate el raje antes de que me arrepienta!

         Sin tiempo para el agradecimiento, Julián Reyes reemprendió la fuga y se mimetizó con el gentío.

         “A salvo”,  pensó mientras subía la escalera  salteando escalones. Después, sonriendo y aún algo agitado por la carrera, abrió la puerta y entró a la pieza exclamando emocionado:

-¡Rosalía, salimos de pobres,  hoy morfamos!

 

         Su compañera de toda la vida,  la que nunca le había fallado, le contestó con un ladrido y moviendo alegremente la cola corrió a su encuentro.

 

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