La obra de Luisa Mercedes Levinson se inscribe de modo singular en el rico y variado panorama de la literatura argentina del siglo pasado.
En 1951 publica su obra inaugural, La casa de los Felipe, a la que seguirán una larga lista de cuentos, artículos periodísticos y novelas que dan vida a mundos raros, sutiles, fantásticos donde la imaginación brota incontenible.
Alguna vez le preguntaron a Luisa Mercedes cuál era la fuente de su inspiración y confesó: “Escribo lo que sueño”. ¿A qué sueños se refería? ¿A los que le llegan al durmiente o a los que se dibujan como un horizonte utópico? Analizar algunos aspectos de su producción quizá nos permita responder en parte esos interrogantes.
En primer lugar, tenemos su lucha con el lenguaje. Como todos, Luisa Mercedes hubo de contar primariamente con una lengua de intercambio, mercantilista y técnica. En posesión de este instrumento transita su primera etapa, en la cual tratará de ceñir la frase, volverla prieta y ajustada a la realidad. El resultado serán descripciones y pinturas de caracteres cuyo ejemplo más sobresaliente lo constituye el relato antológico titulado “El abra”. Más adelante, el lenguaje, sin apartarse de los datos sensoriales, irá ganando en multiplicidad significativa. Sin embargo, como bien lo sabía Luisa Mercedes, el enfrentamiento al idioma cotidiano conlleva ciertos peligros. Así, dice en El último Zelofonte: “Si es un poeta, es un profeta. Si es un profeta, es un adivino y si escribía lo que adivinaba, hay que cortarle las manos.” Cortarle las manos, no dejar que escriba. No permitir que la expresión poética -expresión transgresora por excelencia- ahonde hasta llegar a la verdadera libertad, a la libertad incómoda para los poderes constituidos.
El lenguaje de la autora de Concierto en mí volverá una vez más a modificarse al rescatar universos míticos para llevarlos a la plena luz del ser. Así el ritmo de su prosa pareciera ir abriéndose, despeñándose en una cascada de significados que arrasan el orden exterior. Por debajo, o alrededor, de lo que manifiesta pugna por expresarse algo a lo que no le es suficiente el cauce del pensamiento binario. Su sintaxis se puebla entonces de sobreentendidos. Los sustantivos, cada adjetivo, se duplican, se ensanchan, creando concavidades por donde la fantasía se introduce en una nueva latitud, por donde la imaginación se aleja de los senderos trillados para adentrase en esferas de ultra-realidad. Vale decir, Levinson va empleando poco a poco la lengua de modo de hacer estallar su techo denotativo hasta rozar la posibilidad de darle expresión al silencio mismo.
Las situaciones y los personajes cobran, a la par, violencia metafórica. Se produce así una atmósfera no gravitatoria que sostiene las palabras con una nueva luz, haciéndolas expresar lo que el peso del pensamiento utilitario había oscurecido. Desde ese lugar de silencio llegan los ecos de viejos mitos.
Lo contenidos míticos presionan sobre los relatos, a los que conmocionan, despertando reverberaciones de un saber colectivo olvidado. Ese plano latente, al proponer un campo de interpretaciones infinito, se despliega con vértigo de abismo. De allí parte y ahí retornan las líneas directrices de Luisa Mercedes: la pérdida de la gracia, el determinismo de las pasiones, la omnipotencia de la maternidad, la búsqueda de lo uno -tema clásico de la mística-. Y también, el engaño de los espejos -de los otros como espejo-, los juegos del espacio, la sabiduría del amor, la intelección del reino de la muerte, el enigma del tiempo.
El tiempo que se manifiesta en la obra de Luisa Mercedes no es una línea unidireccional sino que adopta un modo circular. Es el tiempo de las grandes diosas, del eterno retorno. Quizá donde ese tiempo se muestra en todo su esplendor sea en esa magna novela que es A la sombra del búho. En ella, los mellizos que se buscan en la continuidad de la sangre -“la más ardua de las búsquedas”- da la clave de un tiempo percibido con la misma mirada de quienes anunciaron que todo cuanto ha sido volverá a ser bajo otra apariencia.
Asimismo, el tiempo de la mujer –tiempo cíclico simultáneo con la regeneración del espacio- constituye un momento agónico que suele encontrar su perfil identificatorio en la ceremonia del encuentro con el otro. Confluencia de luces y sombras en la eternidad psicológica del instante o en la eternidad presente de los mundos.
La regeneración cíclica, la terminación de un período para dar lugar al siguiente se corona con una gran carcajada. La misma con que los maestros Zen responden a las preguntas sin respuesta o demasiado obvias, Risa sonora, sonrisa: Luisa Mercedes introduce constantemente el humor tanto en sus cuentos como en sus novelas. Su humor, un poco irónico, un poco angélico y otro `poco desenfadado y tierno, acierta a divertir con suaves sortilegios o a hacer reflexionar con graves acentos. Porque su humor no contiene únicamente la alegría que anuda y desanuda enigmas sino que se entenebrece con la carcajada de quienes se hallan en los dominios de la muerte.
Desde su mirada comprensiva y penetrante, Luisa Mercedes también nos dice que sólo el amor puede rescatar de toda trampa, de cualquier vileza. Por eso, contempla a sus criaturas -que son nuestros iguales- con una sonrisa amorosa, con un guiño cómplice que nos advierte que todo no es sino fantasmagoría, que debemos aprender a morir tanto como a vivir, porque ambas no son sino instancias de un caleidoscopio insólito y azaroso donde podemos reflejarnos como ángeles o como demonios, donde nuestros sueños se inscriben como realidad.