Manuel
Díaz Martínez
CUBA
EL RAYO ABATE LOS MONTES
Tú que llegas de lo que
fue montaña
dime
¿cómo nació la
tempestad?
¿en qué rugiente
mundo de furia te encontraste?
¿cómo se abrieron las
piedras bajo el relámpago?
¿cómo creció
el agua hasta tocar el miedo de tus
ojos?
Tú que llegas ya de lo que
fue montaña
dime
¿cómo rodó tu
corazón monte abajo
con el monte
dejando su sangre en las hierbas pequeñas
que te cobijaron?
Yo te hallé enamorada
aquí donde sólo quedan
la lluvia
y las pequeñas hierbas que
aún te aguardan.
AUTORRETRATO
Nazco
de mis muertes cada día
haciendo que mis manos y mis ojos
no se cansen, no se cierren.
Maestro es el árbol,
con la flor dispuesta al fruto
y la madera al fuego.
LA
CENA
a
Rafael Alcides
Mi
abuelo se sentó a la mesa
con su muerto al lado.
No levanté los ojos de la
sopa:
sabía que él también
estaba muerto.
Mi madre tampoco levantó
los ojos
a pesar de estar tan muerta como
él.
Pero el muerto más muerto
era Jacinto el ciego,
que no tenía ojos para ver
la sopa.
Y peor aún era el caso de
Donata,
que no tenía sopa para meter
los ojos.
Mi abuelo se levantó, entonces,
de la mesa
y nos dejó solos con su muerto
(un muerto sin ojos y sin sopa,
un terrible muerto hecho todo de
bocas y de huesos).
Lo miré al soslayo, ya sin
pizca de apetito,
y deduje que era un muerto que buscaba
nombre.
Le puse el nombre de mi abuelo.
Mi madre protestó y le puso
el nombre de mi padre.
Mi padre protestó y le puso
el nombre de mi hermano.
A Donata y a Jacinto se los tuvo
en cuenta
cuando llamaron al muerto con mi
nombre.
Fue cuando pregunté:
-¿es necesario que los muertos
tengan nombre?
¿por qué meter los
ojos en la sopa?
¿Hay que sentar los muertos
a la mesa?
Mi padre respondió al momento:
-conviene darles un carnoso nombre
donde poder pegarles la mordida;
ellos se pasan el tiempo con la
boca seca
raspando con sus dientes nuestros
platos.
Si no tuvieran nombre, ¿cómo
poder llamarlos
y cómo poder, si queremos,
despedirlos?
Es muy justo sentarlos a la mesa
-añadió mi madre sonriendo
y cortando el pan en rebanadas-.
Nadie puede negar que tienen boca
y, por tanto, hambre;
y manos y, por tanto, ganas;
y huecos, enormes huecos fríos
que llenar.
Ellos también han de poner
sus huesos en la mesa.
Jacinto el ciego le sirvió
más jugo al muerto
y mi madre le arrimó toda
la sopa
mientras Donata, solícita,
decía
¡Buen apetito! en italiano.
Fue cuando pregunté de nuevo:
-¿todo se hace en el nombre
de los muertos?
-Manuel, ¡cállate y
come!
Manuel
Díaz Martínez
nació en Santa Clara en 1936.
Principal figura de la carta de
los diez, de 1991 en la que intelectuales
cubanos piden la democratización
del régimen. En 1992 logra
abandonar la isla. Entre sus obras
publicadas están: El país
de Ofelia, La tierra de Saud, Vivir
es eso, Mientras traza su
curva el pez de fuego. El carro
de los mortales y Álcandara.
Fuente:
Mihály Dés. "Noche
insular:antología de la poesía
cubana". Editorial Lumen.