Sebastián
Olaso ARGENTINA
Libro
primero - Para sangrar o volver
I
Hay
aguas que son luz en la sangre.
Y su gorjeo
me despierta, me desnuda, me despide,
me destruye,
me desea.
Y yo me detengo a vivir,
bajo la lágrima del pecho
que se sabe envejecida.
Ya no será temprano en estos
acuarios prometidos
donde mis padres soñaron
lo que soy,
y donde ser lo que han soñado
es apenas un fraude,
una galaxia triste y diminuta
sin más que un cuerpo hacia
donde girar,
o recostarse,
o renococer impensables cadenas
de ajeno rojo amor.
En estas aguas he aprendido
a serenar los ocasos invisibles
que con solamente tres palabras
me permiten morir, o matar, o viajar
hacia otros corazones,
que en este silencio son la misma
cosa.
Como un peldaño lanzado al
viento
escalo,
vibro,
nado en estas aguas que son luz
en la sangre
con la tarea despiadada de ubicarme
en mi osamenta,
de acostumbrar mis contornos a la
gris estructura
de este habitante feliz que tiembla
por mis dedos
y deshace valijas.
Libro
tercero - Anclaje
I I
La
tierra tiene otro color ahora que
me cubre,
húmeda de substancias que
viven aquí
mismo, donde
soy un mineral reciente
que se nutre de nada.
Me digo que es un sueño,
que me rodean los muebles, que preservo
mi raíz,
que hay a mi espalda
todavía una puerta, una calle,
una esquina, un bar,
una mujer que me espera.
Y mientras tanto, una criatura sin
mundo me usurpa
y me desarma la carne,
abriendo surcos en mis poros para
instalarse en mis huesos.
Aquí no hay testigos. Sólo
están mis escombros y su
látigo.
Su sombra se obstina en hospedarse
en mis venas vacías
y yo puedo sentir su viaje como
una corriente de miel inesperada.
No puedo. No puedo hacer sonar los
tambores,
no puedo morder su marea que me
interrumpe las horas,
que modela una vejez sin anciano,
una penitencia, una trama inconclusa.
No puedo.
No puedo abandonar los basurales
donde reside lo que fui.
Libro
cuarto - Creo de creer
V I
En
esto me he convertido, sí;
en amante de los ríos y en
voces de mando en la palabra.
El paso de los años y las
corrientes de saliva del silencio
me han tejido vacíos de pasión
entre los hombros. O no. Es posible
que todo en mí no sea más
que mi propia asfixia, que mi habitación
flagelada de cruces y falanges de
dioses que eligen congresarse entre
mis ojos. Sí. Dioses de mis
ojos que me mienten cada mediodía,
esto soy, sí. Y me observo:Soy
la noche. No, no. No soy más
que los sonidos de la noche: digo
ene, o ce, hache, e,
y soy apenas una línea en
los diccionarios. No. Soy tantos
diccionarios como noches tiene el
mundo, soy tantos mundos como los
giros de un reloj. Y soy el tiempo.
Eso mismo, sí. Soy un minuto
perdido en una era. Nazco en ese
instante y soy el instante. Puedo
tocarlo, puedo aferrarme a sus agujas.
Sí, sí. Me he convertido
en las manos que aprietan el cuello
de sus días. En manos, ahora
comprendo: en esto me he convertido.
En un hombre que disemina sus semillas
en los bordes de la muerte, en otro
hombre que recoge los brotes de
la muerte de su esperma, en un tercer
hombre que mira su trabajo desde
el revés de la inocencia
de sus hijos y les delata los secretos
del placer. Sí. Soy el delator
de los gitanos que aplauden el paso
de los trenes, soy el cartógrafo
de un nudo de cangrejos que señalan
un camino que el destino les devuelve.
Frente al espejo veo que mis ojos
no se abren y pronuncio este vacío
de pasión. Veo que mis ojos
no se abren y veo la sonrisa que
mis labios no proyectan. Y veo también
que creo en algo. Sí. Entonces
creo en algo finalmente, y desando
estos gastados laberintos que conocen
los trazos de mi duda. Sí.
No. No hay señales de que
pueda haberme convertido en otra
cosa. Laberintos de la duda, eso,
eso soy yo. No hay otras señales.
O eso creo.