Nanos
Valaoritis GRECIA
Traducción
de Victor Ivanovici
ORÁCULO
DE SUEÑOS FERROVIARIOS
Homo
Naturaliter Ferroviarius Est
a
Andreas Empeirikos
Al detenerse bruscamente el tren,
los pasajeros advirtieron aterrados
que no había estación
alguna. Miradas principiaron a intercambierse
entre personas sentadas frente a
frente, todas cargadas de responsabilidades
y repletas de amor. Acaso, ¿volvería
a arrancar el tren? Acaso, ¿volverían
a latir preñados de emoción
los corazones? Acaso, ¿se
produciría la explosión
según los cálculos?
Tales temores y otros por el mismo
estilo remachaban sin cesar en sus
almas. Y cuando el tren se ponía
en marcha se preguntaban cual sería
el nombre del mecánico, cuando
entraba en algún túnel,
cual era acaso el nombre de su esposa,
cuando salía del túnel
telefoneaban por un médico,
cuando el tren pasaba de largo por
estaciones intermedias, las señoras
se precipitaban al excusado, cuando
el tren cambiaba de línea
los señores corrían
a examinar la locomotora, cuando
el tren esperaba en una línea
secundaria el paso de otro convoy,
todos coqueteaban con el apuesto
camarero, cuando el tren pasaba
el puente de algún río,
se despertaban viejas remembranzas
y el cielo hacia el poniente poníase
rosado sin que en ello el sol tuviese
inmicción alguna, cuando
atravesaba una ciudad industrial,
el mozo se dormía en un camastro
de cuartel, vendada su mano derecha
herida y en torno a él lloraban
desconsolados sus compañeros,
cuando pasaba por una ciudad del
litoral, y si además tratábase
de un balneario, las chicas en el
acto se tiraban al agua gesticulando
escandalosamente y con atuendos
menos que someros, si la ciudad,
por el contrario, era un puerto,
los hombres con sombreros de alta
copa se detenían en el malecón
con ademanes de despedida, en sus
ojos se veían lágrimas,
al fondo se divisaba el trasatlántico,
y era la hora del ocaso. Si atravesaba
otro balneario, situado en la región
alpina, a la hora del almuerzo se
personaban policías y efectuaban
detenciones, si el tren se paraba
en la frontera, sólo se detenía
a los ferroviarios. Cuando varios
trenes a la vez atravesaban una
gran ciudad, si sonaban los pitos
el día sería lluvioso,
si sólo se escuchaban las
locomotoras, quizás la intervención
resultaría beneficiosa para
un tercero, si el ruido del tren
se oía ensordecedor, como
si atravesara este mismo salón
del enfermo, entonces los veleros
saldrían sin tripulaciones,
y si por fin el tren se detuviera
a dos milímetos del cuerpo
de una muchacha que durmiera sin
cuidado, entonces los veleros retornarían
incólumes a sus bases. Si
el tren tardase y los pasajeros
se vieran obligados a esperarlo
en la estación más
allá de la medianoche, el
otro día del incidente sería
hábilmente silenciado por
la prensa. Si los ferroviarios se
pusieran masivamente en huelga exigiendo
la liberación de su compañero,
la prensa jugaría el papel
de árbitro. Y vendidas a
un estado extranjero, la prensa
se quejaría de que no se
hubiese consultado al público.
Si en el cine un tren descarrilado
por los indios cayese en un barranco,
la niña pediría a
su madre dormir aquella noche en
la cama de sus padres.
Si dos trenes corriendo en sentido
contrario, y más o menos
con la misma velocidad vertiginosa
chocasen delante del hospital la
niña se negaría a
comer su cena. Si a instancias de
su madre comiese siquiera la mitad
de la comida, al día siguiente
ella exigiría sin duda alguna
que su padre le comprase un trencito
de juguete, de prefencia eléctrico.
Si a la prensa se le ocurriera inmiscuirse
en el asunto, pese a las severas
disposiciones contrarias, la niña
incendiaría ipso facto las
oficinas del periódico. Si
finalmente ningún tren atravesara
aquella tarde la ciudad devastada,
tampoco llegaría ruido alguno
a estorbar los fervorosos abrazos
de los amantes a los que se entregaran
sin pudor las chicas del colegio
de muchachas, de cuerpos blancos,
mórbidos, semidesnudos, entre
ruinas y montones de escombros,
en los baldíos que dejó
la guerra.
(De El castillo de Aleppo (1945-1955)
/ Poemas, 1983)