Elízabeth Bishop ESTADOS UNIDOS
Versión de A. Girri.

UN MILAGRO PARA EL DESAYUNO


A las seis estábamos esperando el café,
la caritativa migaja
que estaba por sernos servida desde cierto balcón,
como reyes de antaño o de milagro.
Todavía era oscuro. Un pie del sol
se posó sobre una larga onda del río.


El primer ferry del día acababa de atravesar el río.
Hacía tanto frío que confiábamos en que el café
estuviera bien caliente, dado que el sol
no nos entibiaría; y la migaja
sería un pan para cada uno, enmantecado, por milagro.


A las siete un hombre se asomó al balcón.
Permaneció un minuto, solo en el balcón
mirando por sobre nuestras cabezas hacia el río.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro,
consistían en una simple taza de café
y un panecillo que él se puso a desmigajar,
su cabeza, por así decir, en las nubes... junto con el sol.


¿Estaba loco ese hombre? ¡Qué trataba de hacer
bajo el sol, allí arriba en su balcón!
Cada cual recibió, más bien dura, su migaja,
que algunos desdeñosamente arrojaron al río
y en una taza, una gota de café.


Algunos de nosotros nos dispusimos a esperar el milagro.
Puedo contar lo que vi después; no fue un milagro.
Una hermosa villa se alzaba al sol
y de sus puertas venía el aroma del café caliente.
Al frente, con un ojo pegado en la migaja
vi un balcón barroco, de yeso blanco,
enriquecido de pájaros que anidan a lo largo del río
y corredores y salas de mármol.
Mi migaja, mi mansión, hecha para mí un milagro,
a través de las edades de insectos
y del río trabajando la piedra.


Cada día, en el sol,
a la hora del desayuno me siento en mi balcón
con los pies levantados
y bebo litros de café.


Lamemos la migaja y tragamos el café.
Una migaja al otro lado del río atrapó el sol
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.

 

 
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